LA VIDA AMAZONICA: ME ENSEÑARON A VIVIR
"He aprendido a relativizar mis
occidentales obsesiones, preocupaciones y angustias, he aprendido a ver
la vida desde una perspectiva más humana, sencilla, natural, a disfrutar
mucho más de las relaciones humanas, de la familia, de la amistad
sincera, de los pequeños momentos y las pequeñas cosas que hacen de la
vida una gratificante experiencia".
"Sé que algunos occidentales han juzgado
esta actitud de los indígenas como insensibilidad casi animal, como
embrutecimiento, como primitivismo. Si eso es primitivismo, quisiera ser
primitivo, para disfrutar de la vida como mis amigos indígenas."
José Álvarez Alonso (Master en Ciencias,
Biólogo de profesión, e Investigador del Instituto de Investigaciones
de la Amazonía Peruana).
"Oí muchas veces que los indígenas
amazónicos eran indolentes y perezosos, que eran huraños, recelosos,
tristes y retraídos. Ya no pienso eso de ellos después de lo que he
visto y vivido en el cuarto de siglo que llevo en la Amazonía. En esta
pródiga tierra he tenido el privilegio de tratar, y convivir a veces,
con algunas de las personas más extraordinarias, humanas, alegres,
trabajadoras, generosas y hospitalarias que he conocido en mi vida.
Después de ver a mis amigos indígenas
remar durante días seguidos 12 horas diarias sentados en una dura banca
de canoa para traer algo de carne de monte a su casa, o de cargar por
horas un pesado animal silvestre o tronco de más de 40 ó 50 kg por
caminos inimaginables; después de verlos desvelarse toda una noche en la
selva, a veces en plena lluvia, para traer algo de carne o pescado a
casa, nunca volveré a calificarlos de haraganes.
Luego de ver a mis amigos Jíbaro, Kichwa-Alama, Iquito, Secoya y otros pueblos siempre alegres, reír y hacer bromas por horas y horas cada día, desde el momento en que se despiertan y comienzan a conversar en la madrugada, durante todo el día de trabajo en la "minga" (trabajo comunal), ese maravilloso invento amazónico que ha convertido la maldición bíblica del trabajo en una fiesta, hasta que se bañan en la tarde; después de verlos superar sus dramas y enfrentar sus problemas siempre con una sonrisa o con una broma; después de ver la inmensa capacidad de acoger, aceptar y apoyar al forastero, no puedo seguir afirmando que los indígenas amazónicos son tristes, retraídos o huraños u hostiles.
Luego de ver a mis amigos Jíbaro, Kichwa-Alama, Iquito, Secoya y otros pueblos siempre alegres, reír y hacer bromas por horas y horas cada día, desde el momento en que se despiertan y comienzan a conversar en la madrugada, durante todo el día de trabajo en la "minga" (trabajo comunal), ese maravilloso invento amazónico que ha convertido la maldición bíblica del trabajo en una fiesta, hasta que se bañan en la tarde; después de verlos superar sus dramas y enfrentar sus problemas siempre con una sonrisa o con una broma; después de ver la inmensa capacidad de acoger, aceptar y apoyar al forastero, no puedo seguir afirmando que los indígenas amazónicos son tristes, retraídos o huraños u hostiles.
Después de conocer a gente como Elías
Hualinga, Cucharita, el hombre más feliz del mundo, cuyas únicas
posesiones son su canoa, su remo y su choza, siempre con una palabra
alegre y cordial para el vecino, el amigo o el forastero, siempre feliz,
siempre con una sonrisa en los labios, aún el día en que le visité en
su camastro donde agonizaba por una malaria mal diagnosticada y me dijo
sonriendo: "Hermanito, ya me muero, me voy con Diosito", no podré vivir
jamás mi propia vida como antes, en mi Europa nativa.
Sé que algunos juzgarán que estoy
influenciado por el mito del "noble salvaje", pero reconociendo que hay
muchos claroscuros en la realidad y en las sociedades indígenas, y que
hay también muchas cosas negativas, voy a resaltar algo de lo que he
aprendido en mis 26 años de trabajo en la selva amazónica:
Venido de una cultura en la que el futuro es casi más importante que el
presente,
donde tanta gente vive obsesionada por acumular más y más cosas sin pararse a pensar demasiado para qué y a costa de qué;
Donde muchos viven obsesionados con el pasado y traumatizados por los riesgos y las incertidumbres del futuro;
Donde con frecuencia el otro es un competidor más que un hermano o un amigo;
Donde se sacrifican con tanta frecuencia
las emociones, las relaciones personales y hasta las amistades por las
cosas materiales;
Donde las personas se esconden detrás de
máscaras, títulos, cargos y convenciones sociales, y casi nunca se
relacionan unos con otros como personas;
Donde hay gente que por unos metros de
terreno o un puñado de monedas se enemistan con amigos o hermanos por
años, o de por vida;
Donde mucha gente busca desesperadamente
llenar un vacío existencial cada vez más grande con la acumulación de
cosas materiales o dedicándose a actividades frívolas;
Puedo decir que he aprendido de los indígenas amazónicos algunas de las más grandes lecciones de mi vida.
Entre
otras muchas cosas, que llenarían libros, he aprendido a relativizar
mis occidentales obsesiones, preocupaciones y angustias, he aprendido a
ver la vida desde una perspectiva más humana, sencilla, natural, a
disfrutar mucho más de las relaciones humanas, de la familia, de la
amistad sincera, de los pequeños momentos y las pequeñas cosas que hacen
de la vida una gratificante experiencia en vez de un vía crucis de
sufrimiento, como alguna vez quiso enseñarnos un cristianismo deformado
por el oscurantismo europeo.
Como buen occidental heredero de la
cultura del ahorro y el esfuerzo individual para "superarse" y
"labrarse" un próspero futuro y una vejez tranquila y confortable,
cuando llegué al Amazonas me costó comprender cómo podían ser tan
felices personas que no tenían nada material, que vivían en el filo de
la supervivencia, que sabían que cualquier accidente o enfermedad podía
llevarlos a la tumba cualquier día, que no sabían si al día siguiente
hallarían comida para sus hijos en el bosque. Yo, que tenía a una sólida
institución detrás de mí respaldándome para cualquier emergencia, que
sabía que ni mi familia en Europa ni mis colegas me abandonarían en
cualquier emergencia, enfermedad o accidente grave, me llegué a sentir
culpable de preocuparme de un futuro para mí incierto mientras veía a mi
lado gentes felices sin ninguna seguridad en su futuro; cuando a mi
lado veía a decenas de familias indígenas que no sabían si al día
siguiente se moriría su hijo porque no había forma de acceder a un
médico o tratamiento para un accidente o una enfermedad simple, o que
sabían que para su vejez no tendrían más seguro que la bondad o
generosidad de sus hijos o vecinos, para ayudarles con un plato de
comida o reparando el techo de sus destartaladas viviendas.
Ser testigo de la entereza, de la
humilde, resignada y profundamente humana cordura con que muchos
indígenas amazónicos enfrentan la adversidad y las desgracias más
atroces sin perder el gusto por la vida y la alegría inagotable, el
sentido del humor y la calidez de sus relaciones humanas; ver la forma
en que enfrentan a la muerte con la misma naturalidad y sencillez con
que vivieron la vida, me ha ayudado a enfrentar de otro modo mi propia
vida y mis propias e inevitables angustias.
Sé
que algunos occidentales han juzgado esta actitud de los indígenas como
insensibilidad casi animal, como embrutecimiento, como primitivismo. Si
eso es primitivismo, quisiera ser primitivo, para disfrutar de la vida
como mis amigos indígenas.
Decía la novelista francesa Marguerite
Yourcenar que el hombre no es de donde nace, sino de donde se siente por
primera vez inteligente. Yo aprendí a vivir en el Amazonas, y amazónico
soy por tanto.
Cuando me obsesiono un poco con mi
trabajo y me tienta el estrés, me acuerdo de esa frase tan amazónica de
"mañana también es día!"
Cuando me siento inclinado a deprimirme o
a sentirme desgraciado por un problema familiar o personal
particularmente grave, pienso en esa otra de "nadie muere en su
víspera".
O cuando tiendo a obsesionarme un poco
por lo que será de mi vejez, sin un retiro confortable y "honroso" como
cualquier occidental aspira, no puedo de dejar de pensar en mis amigos
amazónicos, felices en su digna pobreza y con sus múltiples problemas, y
me siento algo culpable por mis ridículas preocupaciones.
Y siento una sana envidia, porque su capacidad de vivir y disfrutar el presente no está,
ni envenenada por el pasado...
...ni hipotecada por el futuro."
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