miércoles, 25 de julio de 2012

FLORES QUE CURAN


Antiguamente, los pozos, fuentes y riberas de los mares y ríos eran los umbrales donde se encontraban dos reinos, el reino húmedo y subterráneo del fértil regazo de la diosa de la Tierra y el luminoso reino del dios del Cielo. 

En estas zonas de transición aún se perciben fuerzas extraordinarias. Aquí pueden verse ninfas, silfos y ondinas, y el ser humano puede establecer conexión con el “otro mundo” si mira larga y fervientemente la superficie del agua. 


Estos lugares constituyen una brecha en la realidad cotidiana, ya que “no son ni esto ni aquello”, igual como los cisnes que habitan estos lugares no son ni aves ni serpientes, y su plumaje es blanco y brillante, como las túnicas de lino de los druidas clarividentes.



Los Sabios del Bosque y los Magos de las Plantas

Las energías etéreas invisibles se manifiestan en todas las formas y figuras naturales, desde los copos de nieve en forma de estrella hasta la simetría de las flores; en el microcosmos humano, dan forma a los pensamientos y a la imaginación. Durante siglos, los druidas celtas, los “sabios del bosque” (del celta, dru = árbol, roble; wid = ver, saber), fueron descubriendo estas energías en los bosques aislados. Conocieron los caminos de los elfos; vieron que detrás de la materia aparentemente sólida se oculta una fuerza milagrosa en constante mutación, que puede ser transformada y aprovechada. Con el de fin de proteger estos conocimientos de los abusos, mantuvieron este saber “en el corazón”, recopilado en versos; en otras palabras, lo aprendieron de memoria (by heart) y se negaron a plasmarlo por escrito.


Con el tiempo, se fueron perdiendo en el olvido muchas de estas tradiciones orales. Sin embargo, el mundo de los elfos siempre se da a conocer de nuevo a personas de buen corazón y amantes de la naturaleza. Frecuentemente, se trata de personas sencillas, como la herbolaria de la Selva Negra, a la que durante una epidemia de peste se le apareció un pequeño gnomo del bosque que la puso al corriente del poder curativo de las plantas medicinales diciéndole: “Comed bayas de enebro y pimpinela, así no moriréis tan rápidamente”. En los siglos XX y XXI, también ha habido (y hay) algunas personas que, consciente o inconscientemente, han tenido acceso al mundo etéreo. 

Rudolf Steiner, que también estudió la tradición celta, habla en este sentido de “poderes creadores”. Entre otras cosas, elaboró preparados de plantas medicinales que siguen desempeñando un papel importante en la agricultura biológica, ya que constituyen remedios eficaces para las plantas y la tierra.

Edward Bach, el padre de la terapia floral, también tuvo acceso a las energías etéreas que actúan tras la apariencia material y sabía que las plantas las podían transmitir. Advirtió que las cosas del mundo material no son fijas, y menos aún las “enfermedades”. A pesar de que la terminología médica da la impresión de que se trata de cosas explicables, en realidad son manifestaciones en constante proceso de transformación. Las denominadas enfermedades no se pueden explicar desde un punto de vista químico-mecánico, sino que se deben a disonancias energéticas causadas por actitudes anímicas negativas y percepciones erróneas. Con este concepto, Bach rebasó los límites de la medicina académica de su tiempo. En lugar de recurrir a concentrados de sustancias activas obtenidos en ensayos con animales, apostó a los poderes del sol, del agua y de las flores, capaces de transmitirle al alma humana parte de la bondad del universo para volver a armonizar con él.
 
El Alma de las Plantas
 ¿Dónde están el alma y el espíritu de las plantas? ¿Cómo se manifiestan? Si se busca en el lugar equivocado, no se puede encontrar nada. Al igual que no se puede llegar a comprender el comportamiento de una brújula si se estudia sola, sin relación con el magnetismo de la Tierra, no se puede comprender el espíritu ni el alma de las plantas observando un único ejemplar, sin incluir el sistema planetario y el cosmos. Las plantas no son organismos individualizados, emancipados de las circunstancias externas como, hasta cierto punto, es el caso del ser humano. Como seres vivos físicos, naturalmente están presentes en el mundo fenoménico y perceptible, pero todo lo que sucede espiritual y anímicamente en su interior –que determina su nacimiento y muerte- tiene lugar en armonía con el Sol y la Tierra y está influido por el movimiento de los planetas y la Luna. Lo espiritual y anímico de la vegetación se extiende, por consiguiente, al macrocosmos, a lo metafísico. Su existencia no constituye un microcosmos, un ego aislado y privado como el ser humano. El alma de la planta permanece invisible, excepto para los videntes. Olvidemos pues los microscopios y aparatos de laboratorios y pongamos la mirada en el firmamento.

Las almas de las plantas han permanecido en los “cielos”, con las estrellas. No han caído en la materia ni están envueltas en las pasiones. Son puras y sanas, es decir, santas, razón por la cual poseen la capacidad de actuar sobre las pasiones, instintos y violencias de las confundidas almas emocionales de los seres humanos y, tal como lo formulara Bach, pueden elevar la frecuencia de sus vibraciones.

Por lo que se refiere a los animales, en cambio, se puede hablar de almas “encarnadas”, ya que manifiestan todas las emociones anímicas: simpatías y antipatías, miedo, alegría, odio, envidia, amor, etc. Los animales superiores producen su propio calor interno; por consiguiente, ya no dependen de la radiación directa del sol y, a diferencia del reino vegetal silencioso, expresan sus emociones internas mediante gruñidos, graznidos, bramidos y otros sonidos. Esta vida anímica interior se acompaña físicamente de los órganos internos irrigados por la sangre. La planta no forma órganos; no se convierte en microcosmos, sino que continúa siendo una superficie orientada hacia el mundo exterior, el cosmos. Los impulsos, que en el animal parten de los órganos internos y chakras, les son transmitidos a la planta por los cuerpos celestes. Todas las hojas están dirigidas hacia el sol.
 
La posición del Sol en el firmamento y las fases lunares proporcionan las señales para la metamorfosis, para la germinación, la floración y la fructificación. Como han demostrado las investigaciones, cada tubérculo de papa mantenido en la oscuridad “conoce” la posición del Sol y de la Luna, la estación del año y la hora del día. Tal como han observado muchos jardineros biológicos, los movimientos de los planetas (conjunciones, oposiciones y situaciones en el zodiaco) modifican la metamorfosis de las hojas y flores y son causa de diferencias cualitativas en la forma, color, aroma o sabor.
 
Este aspecto cósmico de lo anímico en la planta aparece en la mitología de aquellos pueblos cuya fuente de conocimientos radica en la clarividencia. Éstos hablan de una diosa de la Vegetación, que se mueve entre el cielo y la tierra, en armonía con las estaciones. Se trata de la bella Perséfone de los griegos, hija de la madre de la Tierra Deméter. Durante dos terceras partes del año, Perséfone reside en la luminosa Tierra pero, debido a que está ligada a las semillas, debe permanecer un tercio del año con el oscuro dios del Mundo Subterráneo. Es la diosa Nana de la mitología germánica, que acompaña a su esposo Baldur, el radiante dios del Sol, al mundo de los muertos. Es también Blodeuwedd, la doncella de las flores de la tradición galesa, creada por el mago Gwydion para el héroe del Sol Llew Llaw Gyffes.
 
Devas, los Seres Luminosos
 
Las almas de las plantas, hijas de Nana o Perséfone, que dominan las distintas especies y géneros, suelen ser llamadas devas (sánscrito, deva = luminoso, divino). Apenas si se diferencian de los ángeles y, al igual que éstos, sólo pueden ser percibidas en estado de clarividencia. Para poder escuchar sus mensajes, el herbolario debe tener el alma pura. Los germanos solían enviar a niños inocentes a buscar plantas medicinales. Los indios sólo se enfrentan al alma de las plantas después de haberse purificado mediante ayuno, purgas y baños de vapor. Ginseng, el herbolario de la antigua China que buscaba la “raíz del cielo”, debía llevar una vida de abstinencia, no podía tocar el hierro ni comer carne. Éste dijo las siguientes palabras:
Oh, gran espíritu, ¡no me abandones!
He venido con el corazón puro;
mi alma es inmaculada,
ha sido liberada de todo pecado y malas intenciones...
Determinados momentos sagrados (el alba y el crepúsculo, los “tiempos intermedios” del calendario celta, san Juan) favorecen la comunicación y comunión con las devas. Cada especie de planta tiene su propia deva y cada deva posee a su vez un carácter personal. Algunas, como las plantas destinadas a la alimentación y empleadas con fines medicinales, son maternales; otras, como las orquídeas, son increíblemente hermosas; otras, como la adormidera (opio), son seductoras; y existen algunas que son tímidas y reservadas con el ser humano. Al igual que éste, forman grupos de familias y estirpes devas que presentan similitudes entre sí.
 
Estas cosas tal vez puedan parecer cuentos surgidos del reino de la fantasía, pero en realidad no son tan extrañas como nos quiere hacer creer la razón corriente. Son dominios a los que nos dirigimos cada noche cuando nuestros pensamientos, sentimientos y deseos ceden al sueño y nos alejamos de la superficie para sumergirnos en las profundidades del Yo y poder extraer nuevas fuerzas de la fuente primordial. Nos recuperamos del desgaste diario mientras el cuerpo descansa plácidamente como una planta. 

A veces, al despertar, logramos retener algunas impresiones fugaces del “otro mundo”, cuando éstas no son arrastradas por “el río del olvido”. En ocasiones, tenemos grandes visiones y sueños proféticos. Los verdaderos clarividentes pueden emprender conscientemente este viaje: cruzan la frontera a la luz del día, se comunican con las devas de las plantas, los antepasados y las entidades divinas y reciben sugerencias del Yo superior que puedan ser aprovechadas para beneficio de los prójimos.
 
La Flor, Símbolo de la Transformación

La flor de la planta es considerada un puente de unión con las dimensiones metafísicas. Se dice que Buda sólo tenía que mirar el cáliz de una flor para alcanzar un plano superior de conciencia (samadhi). En el sur de Asia y en otros lugares, se colocan flores a los pies de los ídolos. Determinadas flores, así como también el incienso, los cánticos, el agua del Ganges o el sonido de las campanas, atraen a los dioses y los hacen aparecer ante el ojo espiritual de los adoradores. Cada especie de flor es la expresión de una deidad: la flor del estramonio representa a Shiva, el destructor de todas las ilusiones; la flor de loto es el trono de la gran Diosa; la floreciente albahaca es Vishnu, el que lo conserva todo. Prácticamente no existe ningún hogar indio donde no se pueda encontrar un ramo de albahaca. Nosotros, los occidentales, a pesar de la secularización y el racionalismo, también seguimos adornando con flores nuestras habitaciones y casas para crear un determinado ambiente. Honramos a los muertos con coronas de flores y adornamos sus tumbas con coloridas flores.
 
Estas prácticas tienen su razón de ser, ya que es con la flor que la apariencia material de la planta entra en contacto con el más allá. Al ir entrando en el estadio de flor, la planta va evolucionando hacia la muerte. Va perdiendo progresivamente su fuerza vital, hasta alcanzar la última fase de crecimiento, cuando se produce una última metamorfosis, tras la cual la planta se vuelve hacia adentro. Vuelve a florecer brevemente en todo su esplendor antes de marchitarse. Desaparece por completo de este mundo visible y se convierte otra vez en el arquetipo, dejando atrás únicamente unas semillas diminutas. Sólo echando raíces en el suelo vitalizador, a partir de semilla o tubérculo, podrá volver a iniciar el curso de la vida. Siempre es la muerte cercana, la sequía, la oscuridad, el frío del invierno, el agotamiento de la vitalidad, lo que estimula a la planta a florecer, o lo que hace llenarse de vivos colores los bosques otoñales. Esto también lo saben los jardineros, que estimulan el desarrollo de las flores mediante la poda radical o la restricción artificial de agua.
 
Dado que la naturaleza externa, el mundo de las plantas, y la naturaleza interna del ser humano evolucionaron a partir de un mismo origen, podemos suponer que siguen estando relacionadas entre sí: “Las flores nos tocan el alma, porque tienen su origen en los efectos anímicos”. Por consiguiente, Edward Bach extrajo los remedios del lugar de la naturaleza macrocósmica donde se entrelazan los procesos vitales y los procesos psíquico-anímicos. En el ser humano, estos remedios también actúan en la zona de transición donde las emociones del alma se convierten en reacciones fisiológico-biológicas. Intervienen allí donde aún no hay nada fijo, donde todo está en suspenso.
 
Los remedios tradicionales, medicamentos obtenidos de raíces, cortezas y hojas, actúan cuando la enfermedad ya está avanzada. Por este motivo, por fuerza, son ligeramente tóxicos o, por lo menos, capaces de provocar intensas reacciones somáticas: han de actuar de forma drástica, sacudiendo las glándulas y órganos. Cuando éstos no hacen efecto, el médico generalmente recurre a venenos aún más fuertes, generalmente químicos, a hormonas sintéticas y, en caso necesario, al bisturí. Edward Bach, no obstante, encontró el punto de Arquímedes, el punto de suspenso donde lo grave aún puede ser curado con facilidad.

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